El desierto rojo
El rojo es el subjetivo de una sensibilidad sin encarnar. El rojo es el que mira. Desierto por definición es desierto de mirada, desierto de sujeto, por eso el rojo aquí es objetivo puro, cromlech. Giuliana es paisaje, es parte del organismo de la naturaleza visual, animada e inanimada, no hay naturaleza muerta aquí.
Empieza la peli y enseguida presenta a Giuliana comiendo con ansiedad un bocadillo que le ha pedido a un obrero, como si fuera el primer bocado de su vida (bocado similar al del beso de la resucitada de Ordet -palabra–bocado-). Solo come lo que ama, nos cuenta un poco más adelante. En la secuencia central del film, en la caseta del puerto con la habitación roja, comerá dos huevos de codorniz mientras otro personaje habla de lo saludable que es beberse los huevos con 9 dias (¿coincidencia 9 meses?) donde ya se les pueden distinguir dos puntitos negros que parecen ser los ojos. Es como si la mirada antecediera al cuerpo, el objeto al sujeto.
La fábrica, el humo, las calles, los árboles, los barcos; nada es diferente de Giuliana y todo hace parte de ella: “ Si yo tuviera que irme, me lo llevaría todo. Todo lo que veo. Todo lo que tengo a mi alrededor. Hasta el cenicero… Si yo tuviera que marcharme para siempre, te llevaría también a ti, porque ya formas parte de mi, de lo que tengo alrededor“.
El desierto rojo, parece describir ese momento en que ya estando en el deseo, siendo promesa (habiendose producido ya “el choque” entre coche y camión) formamos aún parte de la tierra, de las aguas indiferenciadas (como las criaturas del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz). “No puedo mirar al mar mucho rato, sino todo lo que pasa en la tierra ya no me interesa” dice Giuliana. La peli transcurre en esa frontera entre las aguas y la tierra, entre el sujeto y el objeto, como si pudiéramos convivir en los dos planos a la vez, los dos cuerpos de los que habla Giuliana al final: “… no soy una mujer sola, aunque a veces soy como separada. No de mi marido. Los cuerpos están separados”.
El desierto rojo, parece aludir a ese momento en que apenas somos niebla, bruma de puerto evaporada al mar, un pez transparente en las profundidades submarinas, pero ya una sensibilidad. “Es como si tuviera mis ojos mojados. ¿Qué quieren que haga con mis ojos? ¿Qué debo mirar?” dice Giuliana. El cine en su capacidad regresiva para el que nunca está del todo encarnado y necesita ese viaje constante de ida y vuelta entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la naturaleza de la que hace parte y el individuo, el ser creativo, visual, capaz de desviar el cauce de un río y anchear el surco del arquetipo propuesto por el inconsciente colectivo.
Esta es la aventura de este excepcional film, la de extraer un subjetivo de un objetivo, la de una pared roja echada a arder para calentar un útero frío. Pronto aparecerá un barco extranjero, mostrando señales en el casco, como tatuaje en piel o código genético, letra y bandera de infectado, ¿un virus?, lo otro, la vida. Secuencia de concepción (la de la habitación roja donde se comen pequeños huevos), de excitación sexual, donde aparece una misteriosa pareja erotizada (él con un cinturón pene caído, mientras se habla de erección y ella todo cuerpo, le gusta hacerlo pero no hablar de ello). Sonrojar, deseo de arder.
Y es así como llegamos al cuento de aguas cálidas, de útero feliz donde ya escuchamos el canto de las rocas carne, la voz de la madre convocada durante el film en innumerables sonidos de “sirenas” y afines. Reconciliación de los dos cuerpos al final, aceptación de la polaridad, la del objetivo y la película sensible en su vocación de piel, de encarnar.
-Giuliana: “Tengo que pensar que todo lo que me pasa es mi vida”.