Habitación en Roma
Cámara, en su acepción de habitación, que desea ser preñada por la luz. Ojo-mundo, cúpula, suelo de adoquín de una placita en Roma, google earth. Verse visto por sí mismo desde arriba, deseando la gravedad y la gravidad. Mástil sin bandera, sin territorio. Eje que divide en dos la imagen delimitando el espacio de las dos mujeres como en un espejo; una, sólo imagen, deseo, promesa de territorio, bandera, la otra cuerpo.
Alba (Elena Anaya) hace un doble relato: ella es preñada por un árabe, de una niña a la que aborta y que pensaba llamar Alba. Más adelante desvela que era su madre la preñada por un árabe y es así como nace ella en Grecia. Pero al cruzar los dos relatos Alba, ella, no nace. En paralelo aparece el relato del hijo que su compañera pierde. Muere en un accidente doméstico mientras Alba lo cuidaba.
Alba no es, es de noche y está por venir.
Hablando sobre la película Elena Anaya cuenta como entrevistaba a las mujeres rusas que se presentaban al casting, por petición de Medem. Ese chico-chica, recorriendo el mundo (las entrevistas se hacían en Rusia) en busca de una mujer grande donde caber, igual que ese velociclo que diseña Alba en la peli y que es como un cuerpo (con un culo clarísimo) que acoge a una mujer. Alba se lo promete como regalo de boda a Natasha y esta le dice, “pero lo quiero contigo dentro”. No puede ser más literal. Además, bien se preocupa de buscar una mujer a punto de casarse.
El mástil está presente toda la peli haciendo un eje que atraviesa la habitación con esa figura de hombre-maestro (padre) en el cuadro del fondo de la habitación en un extremo, y en el exterior con la cúpula (madre) en el otro extremo.
Y claro, se trata de excitar lo femenino para que la piel-película adquiera la sensibilidad suficiente para impresionar una imagen, que en el cine está siempre en el deseo de encarnar, por eso el ojo desea tocar, el angular, la cúpula presente todo el film. Al final el sol penetra en esa habitación-cámara describiendo la escritura de la luz sobre esa pintura que representa también un espacio en perspectiva que da continuidad a la habitación, con el maestro al fondo. Preciosa analogía del pasmo del hombre ante el milagro de la fijación de la imagen, como tan bien contaba Jean Renoir, encarnando a uno de los hermanos Lumiere, en un episodio televisivo del primer Eric Rhomer. ¿Habrá emoción más grande que la de la primera luz, la de ver y ser visto? Y en ese ser visto, reconocido y nombrado como hijo (tarea del padre) de un territorio (la madre) señalado con una bandera, pantalla, imagen.