— buscando el hilo

Mi vecino Totoro

Yasuko y Satsuki. Madre e hija en la clínica.

La emoción que me provoca la visión de esta película me dificulta organizar la palabras para hablar de ella.

Cuando entramos en la casa, dañada por la falta de uso y cuidados, entre las risas, gritos y juegos de las dos niñas y el entusiasmo de su padre, y descubrimos los duendes del polvo, que ven sólo las niñas y que se ahuyentan con risas y alegría, estamos asistiendo a un hermoso prólogo de la historia. A continuación, padre e hijas se dirigen en una sola bicicleta al sanatorio cercano donde se recupera la madre. Aquí entendemos esa larga presentación de la casa como cuerpo de madre un poco enfermo. ¿No son esos duendes del polvo una hermosa imagen que representa esos pulmones ennegrecidos? ¿No es esa madre enferma con ese riesgo de muerte, presente en todo el relato, como algo incapaz de asumir por un niño, y como en tantos otros relatos origen y motor del nacimiento de una fantasía infantil? ¿No es este momento imagen primordial -recordar ese árbol que crece rápidamente en forma de hongo como una explosión atómica- y origen de toda la obra de Miyazaki? (su madre enferma de tuberculosis espinal en 1947 -pasa 9 años en un sanatorio- cuando Miyazaki tiene 6 años y 2 años después de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. ). Sin duda hay en el relato de Miyazaki una emoción y pena difícil de contener que es transformada en escritura fértil.

Esa casa, al lado de ese impresionante árbol (masculino y femenino) que guarda el secreto-semilla que el Gran Totoro (espíritu del bosque y de la naturaleza) les entrega en un paquetito a las niñas, hay que habitarla y llenarla de risas. Hay que emocionar a la madre, seducirla, hacerla reír, en resumen, estimular el deseo de vivir, de engendrar. Literalmente la alegría de vivir.

Mei vista desde el interior de la boca de Totoro.

Las niñas entran en ese pasadizo vegetal y caen por una grieta del árbol (árbol genealógico también al que se entra por las raíces) como Alicia, en imagen literal de concepción, quedando adheridas en esa especie de óvulo gigante y esponjoso que es Totoro, como implantándose en el útero y que nos hace entender por qué los niños se abrazan a los peluches.

Esas criaturas de algún modo sin encarnar, que junto a los espíritus de la naturaleza bailan una danza que hace crecer las semillas-secreto hasta convertirse en ese árbol gigantesco, en esa especie de explosión -que además alivia el trabajo del padre- es, sin duda, una de las imágenes más conseguidas y emocionantes que el cine ha dado como metáfora de la creación y la fertilidad.

Cuando Miyazaki «anima» está animando a la madre, sanándola, devolviéndole la alegría de vivir.