La aventura
Reconocer las fuerzas que nos hacen y reunirlas, conmover lo femenino desde la extrema necesidad de lo masculino.
En la primera secuencia, en un solar vacío pero próximo a ser edificado, se adivina al fondo la cúpula de alguna iglesia Romana. Más adelante, en Palermo otra cúpula volverá a tener una presencia similar.
Espacios vacíos que prometen ser ocupados.
Cúpula, luna negra (Anna) y luna rubia (Claudia) reunidas tras un amanecer. Un solo cuerpo femenino en su doble polaridad. Extraña similitud con Vértigo realizada sólo dos años antes.
Frente a una escalera de piedra Claudia se ve sola y pronto se encuentra rodeada de hombres (parece que sale de la piedra ante la mirada, el deseo de los hombres), y es que promesa de mujer es tan solo una bella estatua romana. Más adelante en lo alto de un campanario (No olvidemos Vértigo) se encuentra la pareja y entre las cuerdas, medio sin querer, hacen sonar las campanas que emocionadas encuentran respuesta.
Lazos que prometen preñez.
Posteriormente en la habitación se recuesta sobre su maleta abierta con la ropa revuelta. Cuerpo deseando ser fértil, cúpula. Y en ese ser, sentirse también mujer.
Todo el relato es un viaje en busca de esas fuerzas transpersonales, que encontramos en el volcán, los acantilados, la misteriosa desaparición de Anna y las referencias a Baco y Neptuno. Arquetipos que propicien la desidentificación oceánica, que emocionen la piedra hasta el punto de que esa escultura rompa en mujer que llora, mientras acaricia cabeza de hombre, niño quizás, como ese gran cuadro de anciano tomando pecho de mujer en la misma secuencia final.
Curioso autorretrato de Antonioni, que se ve a sí mismo como el habitante de la cabaña de la isla, con su película pegada en la pared y construida con media docena de fotos. Pared de imágenes, así ve su cine amante de la arquitectura, muro de piedra luego del que sale una mujer animada pero aún cerrada, dura, hasta abrir esa maleta sobre la que sueña antes de despertar, de amanecer.