La gran belleza
Un turista al fotografiar Roma cae redondo al suelo mientras escuchamos la música de un pequeño coro de mujeres situadas en el Gianicolo, monumento próximo desde el que parece haber unas hermosas vistas de la ciudad. Roma, esa cámara sin fotógrafo y la música tomarán el protagonismo del film definido en esta especie de prólogo. La cámara parece querer liberarse del sujeto, distanciar su parte objetivo/a de la sensible (pelicula o chip), o quizás al revés, iniciar una búsqueda del sujeto que la sostenga. El resultado es una especie de supersubjetivo acentuado por el angular que domina el film y rara vez abandona el movimiento, animado por esa música que hace vibrar las piedras, de las que proviene en el prólogo y que da continuidad en el resto del film.
La gran belleza es una película llena de estatuas. Al prólogo sucede una espectacular secuencia de una fiesta donde todos bailan sin pausa durante casi toda la noche, quizás por miedo a soñar o simplemente a un sueño del que puedan despertar convertidos en estatuas, como si ese ejercicio festivo exorcitara la maldición de una ciudad que tiene el poder de congelar el ánima, transformándola en piedra-objeto de mirada, atraída por su “gran belleza”. Por eso la ambición de Sorrentino es preñar el ojo. Lo hace casi literalmente en las secuencia donde Jep acude al que posee las llaves, ángel caído sin duda, hombre (su cojera lo delata como criatura humana) poseedor de la “confianza” de las princesas para abrir sus palacios“casas”, úteros fríos, helados como museos. Accedemos por un pequeño agujero (famoso en Roma como «el buco») que reúne ojo y cúpula, la más famosa del mundo, la de San Pedro (etimologicamente piedra). Se abre la puerta que suele permanecer cerrada para que entre la mujer pez, sirena con flotador (en secuencia anterior) que porta su traje de escamas, accediendo a las habitaciones frías pobladas de cuadros y estatuas, y alumbradas con un candelabro por nuestro ángel, otorgándoles así un poco de calor, un principio de movimiento al desplazar ese foco de luz sus sombras. Penetramos también en esos jardines secretos en que la vegetación ha proporcionado vestimenta a alguna de estas figuras de mármol ocultando parte de su desnudez, de su frío.
La fiesta que arranca el relato es la del 65 compleaños de Jep Gambardella, la figura portagonista que magnetizará ese supersubjetivo. Jep ha escrito una sola novela, ahora es periodista, pero sobre todo es el centro de la fiesta, de las fiestas, de las miradas, el eje del tiovivo. El 65 cumpleaños le hace entrar en un estado perpetuo de regresión. Una de las secuencias que mejor representan este hecho es la visita a la exposición que un artista realiza sobre un monumento circular, las paredes del cual están empapeladas con un impresionante mosaico compuesto miles de fotos, un retrato de cada día de la vida del artista. Cuenta éste que en realidad empezó su padre y a partir de los 14 años continuó él. Igual que en la vida de Jep el artista es el obervado, primero por el padre y luego en ausencia, por el objetivo de la cámara sin sujeto.Tesis enunciada ya en el prólogo del film. Tesis cuántica que admite que el observador modifica el objeto observado.
En la fiesta de cumpleaños de repente la cámara gira dejando a Jep boca abajo, en posición de caída, que lo es también de nacimiento. Esa posición de caída y estado de regresión lo conducirá hasta esa pareja en el mar, mar que vive presente en el techo de su dormitorio. Él y ella al borde del mar con un faro al fondo (femenino y masculino, mar y faro también hacen pareja) son la ensoñación de la pareja que lo haga. Antes de el beso al chico (dice que no se puede mover, inmóvil como una estatua) ella lo abraza (lo calienta) y luego se retira unos pasos, descubriéndose el pecho para que lo mire. Esos pechos son Roma, que ante el deseo inmóvil del padre, convoca el sueño compartido al que Jep accede “animando” ese encuentro.