Otoño tardío
El que mira es siempre un niño. La cámara permanece a esos 90 cm del suelo. Es el famoso plano tatami que inventa Ozu y que equivale a la altura de un adulto sentado en un tatami o quizás a la de los ojos de un niño. La planificación de las secuencias suele mantener una estructura similar, entrando y saliendo en la conversación del plano contraplano (preferentemente frontal), con espacios vacíos antes y después, que ligan unas secuencias con otras, o quizás sería más correcto decir que vacían una secuencia de la anterior. Dentro y fuera como la casa tradicional japonesa, y en ese fuera el niño siempre está mirando.
La peli comienza con un funeral, una conmemoración de un ausente, hace ya 7 años, y que sin embargo es omnipresente, como si esa ausencia fuera la mirada que guía todo el film (una vez más la ausencia del padre es el motor de la escritura). Los tres amigos del padre muerto se convierten en una especie de personajes-demiurgos de la acción del relato, tomando decisiones que atañen a las vidas de las dos mujeres (esposa e hija) como si de una encomienda del difunto se tratara, asumiendo la responsabilidades que este no pudo cumplir y que básicamente consisten en encontrar un marido adecuado para la hija.
Esa necesidad de reunir a la pareja, presente en un amplio número de filmes y relatos, se hace aquí extremadamente clara y consciente. Sorprende la curiosa, casi secreta, puesta en escena del primer encuentro de la futura pareja en el despacho de uno de los amigos del padre, que anteriormente propuso al chico que ella rechazó, y ahora casualmente coinciden cuando ella le entrega al amigo un paquetito con una de las pipas del padre. Al retirarse, el pasillo, arquitectura en otro momento del vacío, recoge ahora el encuentro, esta vez de frente y solos, lo que les permite verse, ¿reconocerse?.
La ceremonia de la boda se concreta en la foto de los novios (la ceremonia es la foto), en la construcción de la imagen que reune a la pareja y que persigue todo el filme. A la puesta en escena de “la caja que impresiona” (una enorme cámara de fotos de placa) prosigue la secuencia de la madre en esa casa-caja-plató (el plató para Ozu es casi siempre equivalente a una casa o habitación de paredes móviles). 130 minutos de cinta y contención para poder mostrar ese breve momento de emoción en la mujer, donde además se simboliza el único abrazo del filme sobre la ropa que cuidadosamente dobla, y que es puntuado con la imagen del kimono que vestía en la boda colgado en una de las paredes. Concluye la película con un espacio de paso como el pasillo del encuentro, vacío, hueco, pero contaminado por la emoción, impresionado.
Los objetos, los espacios, están vivos en la pelis de Ozu con un protagonismo similar al de las personas, hasta el punto que en algún momento parecen ser las paredes las que miran, una curiosa analogía con la pared sensible de una cámara de fotos que, mediante un sencillo proceso químico, permite ser impresionada, “emocionada”.
Una de las cosas que más destaca en autores tan excepcionales como Ozu es su capacidad para «dominar las aguas», como en esa conocida imagen del Antiguo Testamento y que Cecil B. DeMille grabó en la retina de un par de generaciones, en la que Moisés separaba las aguas del Mar Rojo. Moisés, que por cierto, tenía dificultades para expresarse verbalmente (el que habla en nombre de Dios) y lo hacía enviando “señales” (según traducción del hebreo, mal traducidas como plagas), creaba imágenes, metáforas. Los planos de Ozu están elaborados con escuadra de arquitecto, la cámara nunca se mueve, todas las verticales están en su sitio y cada objeto parece pertenecer al lugar que ocupa. En Otoño tardío hay que añadir el alto nivel de conciencia e intención sobre el uso del color, donde siempre hay un elemento rojo que destaca en una composición dominada por colores fríos, preferentemente verdes o azulados (las aguas) y que curiosamente en varias ocasiones es una caja de coca-cola, en un relato en el que la derrota infringida por Occidente -hace 15 años en el momento de la acción-, está tan presente como la ausencia del padre muerto, y en el que los hombres visten traje occidental en el trabajo, pero donde el cuerpo en su movimiento conserva la memoria del kimono. Así es el cine de Ozu que escenifica una cultura sin abrazos donde la emoción contenida es una fuente de poderosa energía, y la aceptación de la complejidad de la vida es el muro que la retiene, pero siempre en un frágil equilibrio que presiente la posibilidad de un terremoto o una explosión nuclear (como dice la protagonista de Tigre y Dragón de Ang Lee: “las emociones reprimidas son más intensas”).