La vida de Pi
Dios es el relato. “Tu eliges” le dice Pi al periodista, al final.
El tigre es la chica. Y te acompaña siempre en la barca.
Aguas que son cielo e infierno y entre los dos te haces.
Entrar por el tercer ojo de la madre (quizás la ilusión del 3d), en su imaginación, para activar su deseo. Esa cruz con salvavidas y remos, inicio de la escritura, sobre las aguas, sobre el cielo, primera letra del relato (alpha) o x de una ecuación que te acerca al dios de la creación, al génesis en ese arca de Noé, al libro de Job, relato de encarnación donde se rasga las vestiduras para que nazca el cuerpo y así Dios, el padre en realidad, lo nombre.
Esta peli nace del “tripi” de Destino Woodstock, en el cielo de esa caravana donde ya está la India. Estado alterado de conciencia como el del naúfrago. Las aguas en movimiento como aquella masa de gente que parece mar, olas. O como el del que mira a través de los ojos de los animales. Ningún animal ha dicho tanto en el cine como el tigre de esta peli, sin decir una palabra, compartiendo con Pi (el nombre es un número abierto al infinito) ese otro plano de realidad en el que viven los animales y al que difícilmente podemos acceder, salvo a través de ese agujero negro que son los ojos. Ang Lee construye el mismo plano para mirar al tigre y a la chica. Entre la imaginación de la madre y la escritura del padre nace el cuerpo, de un sueño. Cuerpo despedazado que reúne como letras, luego palabras, la escritura, el relato que tanto tiempo llamaron Dios (¿acaso La vida de Pi no pretende reunir en uno todos los textos Sagrados?), y que como cualquier otro relato, hecho o no religión, nació de la tribu alrededor de un fuego en una sola mente en red, la tele luego, internet después. Y en esta tarea andamos. Entre el vuelo y el abrazo, como cuerpos recogidos de la arena en brazos de un grupo de hombres, mientras lloramos-respiramos.