La mirada de Michelangelo
Pliegue de la escultura que Antonioni acaricia, pliegue del ojo; mejor de la mirada que viene devuelta, que vuelve y envuelve. La basílica que acoge el Moisés de ese otro Michelangelo y que Antonioni enuncia como si cualquier otro Michelangelo fuera él mismo, parece insinuar que la mirada no es sólo la del que mira y nos hace pensar si toda esa imaginería de retablos y esculturas que habitan en tantos templos, lo que realmente representan es el mirar del otro, para en ese sentirse mirado el hombre relativizarse, y poder ver más allá, entendiendo el mirar como un eco. El de los pasos de un Antonioni que sabemos ya en silla de ruedas pero que aquí vemos andar, como un resonar de la memoria del cuerpo que abraza al otro Michelangelo, gran representador del cuerpo humano.
El privilegio de la mirada es propia de hombre nacido, no es inherente al ser, en el útero no se posee, no hay luz, pues quizás a medio hacer el ser se siente ahí pleno y no necesita del sujeto que se completa en el otro. Algo tiene esa iglesia de San Pietro de útero, pero no sólo del de la madre, alude también a la metáfora que construimos para intuir algo de lo que puede ser la muerte, y en esa representación aventuramos la vida como un pliegue, quizás también un eco. Acaricia Antonioni los pliegues del Moisés, pues sospecha que son el gesto congelado de la creatividad que siglos atrás ejerció su tocayo. Acaricia Michelangelo su propia doblez. Michelangelo es Michelangelo.