Cuentos de Tokio
Me sorprendió encontrarme esta película al día siguiente del funeral de la muerte de la madre de mi amigo Fernando, cuya mujer además es japonesa.
Gran parte de la obra de Ozu es como la construcción de un barco que está a punto de ser botado al mar. Una casa que desea el agua, la arquitectura en busca de la emoción. Precisamente Ozu sitúa la casa de los protagonistas entre la vía del ferrocarril (en alto) y el mar (abajo). Ferrocarril que conecta con Tokyo y Osaka donde se encuentran los hijos (ramas de ese árbol que hunde sus raíces en el mar) eje de todo el film. El paso del ferrocarril va acompañado, a veces, de planos de ropa tendidos a la japonesa, kimonos blancos de brazos extendidos al aire, esperando cuerpo, que quizás prometa esa locomotora.
Locomotora que llevará a los padres al encuentro de sus hijos en Tokio, demasiado ocupados para poder atenderlos. Solo la nuera del hijo ausente, muerto hace 8 años en la guerra, encuentra el tiempo para acompañarlos.
Y es sobre esta figura a través de la cual quizás el barco a punto de ser botado, pueda alcanzar el mar. La madre del hijo desaparecido libera a esta mujer (Noriko) del compromiso moral mantenido esos 8 años, sugiriéndole que busque otra pareja, que se abra a otra relación, a una nueva vida. En la misma secuencia Noriko, antes de despedirse, le pide a la madre que acepte algo que le entrega en mano. Por un momento permanece la ambigüedad de qué es lo que le entrega: ¿una foto del hijo de la cual hay referencia un rato antes o dinero?. Finalmente sabemos que se trata de dinero, pero en esa ambigüedad, ese gesto ha adquirido sentido, y más si entendemos el dinero como símbolo de energía de lo masculino (de algún modo le devuelve el hijo a su madre). Al “madre ahí tienes a tu hijo” de los evangelios, le encuentro sentido similar. Algo parecido a cuando el toro muerto en la plaza es retirado por las mulillas adentro y en unos minutos sale nuevo, vivo.
Al poco tiempo sabemos que la madre está enferma. Una vez muerta, el padre entrega a Noriko el reloj de su mujer en agradecimiento. Esta rompe a llorar, encogida de emoción. Y ese barco alcanza por fin la mar, el mar. Al recibir el tiempo, ella reconoce su deseo, y en ese paso de madre a hija acepta su fertilidad, que en breve pueda otorgar cuerpo a uno de esos kimonos al aire. Y de hecho, al final ya ejerce de figura materna cuando habla con la hermana pequeña del que fué su marido, como si de su hija se tratara (parecido a como la trató antes su suegra a ella).