El lobo de Wall Street
Una ópera en la que el sujeto no es el que mira sino el que está sujeto, y desde esa atadura entra y sale en un relato delirante, en una especie de interminable fiesta báquica. Lo nuevo en este cuento es que la energía plutoniana (muerte-renacimiento) habitualmente representada en Scorsese por la mafia y la figura jerárquica del Padrino es trascendida aquí por una bacanal, una delirante fiesta dionisiaca. Esa energía promoverá que ese sujeto situado en una especie de limbo narrativo pueda entrar en el mundo de los mortales, adquiera nombre.
Priapismo, fuente de esperma inagotable e infértil, el dinero representa aquí el movimiento, que no encuentra contención, ni siquiera la caja fuerte de un banco suizo es capaz de retenerlo. Movimiento que define el cine y cuya caja fuerte es la cámara que permite que algo sea fijado.
La fantasía delirante custodiadora de un secreto del padre intransferible se deshace así para situar la voz como única fuente fértil; la del canto del charlatán cuyo pecho se abre en dos partido por el cable que comienza en micrófono escondido, convirtiendo ese micro-falo tan presente en el film, en escucha, sexo femenino. El canto cálido como una caricia, el del charlatán que acaba vendiendo un boli, pues esto será lo que lo sujete, la escritura hecha relato y nacida del verso antes canto, solo voz, primero madre.
Scorsese parece haberse liberado aquí del peso de esa cultura de secretos, culpa y prejuicios, para salir correteando como un chaval feliz de su velocidad y aceptar como único legado el de esa emocionante voz de la ópera italiana surgida del canto de sus gentes y sus fiestas, de sus orígenes.