Trinta Lumes
“A choiva” continua diluye la frontera entre cielo y tierra, entre aire y agua, definiendo un mundo y una cultura anfibia en la propia concepción del ser, entre lo humano y lo botánico, entre el presente y lo pretérito, entre lo real y la ensoñación. Lo cierto es que Galicia ha propiciado un arquetipo familiar capaz de trascender las numerosas ausencias que la emigración, el mar, las muertes prematuras, los suicidios, las duras condiciones del campo han impuesto a este lugar, en una especie de escisión del génesis, donde el barro no acaba de encarnar, pues aquí la presencia no es condicionada por la piel, (por el pellejo de que es desposeído el jabalí), expresándose el ser, e incluso el estar, en la pura ambigüedad de los elementos, permitiendo la transpiración entre lo vivo animado y lo no animado, lo encarnado y las “almas-lumes”. Diana encuentra un tótem en el cine, que experimentado en este trascender los límites de la presencia, propicia un relato de una extraña hondura. Un verdadero génesis apócrifo situado en una tierra tan virgen como inhóspita, secreta, pero deseosa de ser hallada y cartografiada, quizás, a partir de las suturas hilvanadas por tanta ausencia. La Diana montadora oficia esta rama de “la costura” para reunir aquello que no se le espera, lo que parece no coincidir, pero sin embargo es imantado por su diferencia, por una sensibilidad visual que celebra el encontrar.
El film empieza y acaba con una búsqueda, la de Alba, la del alba, la de un nacer al sol, al yo, para inaugurar una corporeidad singular, la de una humanidad en tránsito perpetuo, capaz de liberar la identidad del territorio más allá de su consistencia mítica, de un arquetipo al que adherirse. Galicia se acredita como ejemplo tras haber ensayado durante décadas el no estar, habilitando esa falta una red de vínculos, y articulando un verdadero territorio en el otro.