— buscando el hilo

Inocencio X

InocencioX, el cuadro

Los ropajes blancos de abajo semejan el plumaje de un ave, un cisne. Pero subiendo hacia el torso el hábito se hace piel vuelta, carne cruda, hasta llegar al delicado tejido del cuello que ilumina el rostro humano, quizás anhelante del ave. También la mano derecha algo garra, se opone a la izquierda que sujeta la escritura que lo coloca en el lenguaje. Velázquez retrata al hombre igualandose en la mirada, y en ese encontrar al otro revelar aquello que los reúne y que visibiliza fortaleza, complejidad y miseria. Y es que lo divino aquí es lo que posibilita ese encuentro entre iguales. Nada hay en Inocencio que no esté en Velázquez, nada hay en Inocencio que no revele al que se enfrenta sinceramente al cuadro, todo lo oscuro o luminoso que lo acompaña. De hecho, la corona de Inocencio la interpreta Velázquez también como carne, la que se nombra en ese coronar del parto, y que anuncia hombre al que tan solo fue ave, ángel. No es casual tampoco ese fondo encarnado que sugiere interior, como un cuerpo dentro de otro que es abierto por la mirada.

Lo que acaba de colocar a Inocencio en la vida y premiar a todo aquel que lo contempla, es lo que parece animarlo, podría levantarse en cualquier momento, pero algo contiene el movimiento. Esa tensión, una vez más se libera en la mirada que persigue al que se desplaza alrededor, acercándose o alejándose y presintiendo, que en ese intercambio, algo te has llevado que no estaba, y quizás también algo de ti allí se haya quedado.

Inocencio en el espejo