Asesinato en el Orient Express
Poirot es una figura paterna atrapada en su simetría y, como él mismo dice, con gran dificultad para la vida, infértil. Duerme en el camarote de al lado cuando Rachett es asesinado. Ratchett y Poirot son el mismo.
Agatha-Branagh reúnen a todo el árbol familiar, ampliado por amigos y fieles de la niña asesinada, para apuñalar a Rachett-Poirot y, como en un masaje cardiaco, reanimarlo, rompiendo con esa simetría imposibilitante para la vida. Los reúne en un tren, el mismo que simbólicamente extrae del inconsciente colectivo el individuo, el mismo que preside el nacimiento del cine transformando la luz en forma.
Los huevos del principio intentando alcanzar una imposible simetría, y el “11” de los años en que Agatha queda huérfana de padre, quizás tienen algo que ver en la creación de la figura de Poirot, promovida por la dificultad de esa ausencia y nacida ya en su primera novela.
La obra de Agatha ha presidido la librería de mi madre en mi infancia y, supongo que gran parte de su imaginario, en esa tarea común de componer una figura paterna posible, a pesar de un hombre que llegó roto al encuentro con mi abuela. En estos momentos en que Soledad se libera del peso de la memoria y de la linealidad del pasado, los libros que componían esa biblioteca se me antojan como los travesaños de una vía donde mi concepción y nacimiento representa una de las estaciones de ese recorrido que se diluye, pero que la locomotora que guían me atraviesa, como el puñal compartido por todo el árbol familiar, con la esperanza de que esa caligrafía del cuchillo formule la clave, el número que me liga al ser, el nombre pronunciado por primera vez en la voz de mi madre.