El francotirador
Acertar, dar en el blanco, estar a tiro. Quizás sea ese el lugar. Eastwood presenta a un personaje protector, alguien que ve lo que no ven los demás (gracias en parte a esa prótesis del teleobjetivo), normalmente está en alto y no a la vista, un ángel de la guarda. Inmatable, invisible, innombrable (“Leyenda”) Chris Kyle desea la tierra. El primer flashback introducido por un significativo falso racord, reúne el momento que Chris está a punto de hacer su primer disparo como soldado desplegado y su primer disparo de niño en que abate un ciervo mientras es acompañado por su padre. Entendemos pronto que el niño y el ciervo son una misma cosa. Esos disparos certeros son la manera que tiene el “ángel” de vincularse con lo terreno, un entrenamiento para el ser, buscándose en ese extraño lazo con el otro. Pero como el torero, el éxito en la arena pasa por dejarse coger al entrar a matar, aunque sea simbólicamente, ponerse a tiro. Esto es lo que sucede cuando tiene a tiro a su enemigo, su Liberty Valence, su sombra, su yo oscuro, su toro, igualando Eastwood la bala y el ojo en una secuencia resuelta con hermosa ambigüedad, ya que a 2 km en realidad acierta sin ver. Como el arquero zen, el blanco y el arquero se hacen uno, son una misma cosa.
En medio del tiroteo que se desata al revelar su posición con el disparo, Chris llama por teléfono a su mujer (figura materna también): “Ya puedo volver a casa” dice, certificando la umbilicalidad propiciada por esa bala. Simultáneamente una bíblica nube, tormenta de arena, invade el escenario. “Del polvo vienes y al polvo volverás” parece sugerir la secuencia de la huida en medio de la tormenta. Eastwood la construye en el límite de la abstracción, insiste en ese extremo entre lo que se ve y lo que está ahí, en ese otro nivel de percepción donde la arena promete barro y lo indefinido la forma, para conceder a su personaje, a ese niño-ciervo, el premio de ser encarnado.